Era una de esas noches de finales de agosto en que la luna
rielaba trémula entre las nubes y solo se escuchaban los grillos. Sentado en el patio de la casa, conté las
campanadas del reloj de la iglesia que cantaban las doce y me estremecí por
efecto de una ráfaga de frío que en ese momento confundí con el fresco que
solía aparecer en esas noches de finales de verano. Siguiendo el familiar ritual, esperé a que el
sonido de las campanadas se repitiera de nuevo, pero resultó en vano. Esa noche comenzó una fantástica historia que
por irreal no sé si contar; pero os
puedo asegurar que fue cierta, o eso creí … si es que los fantasmas, al igual
que los vivos, no mienten en ocasiones.
Seguía esperando la repetición de las campanadas cuando
empecé a vislumbrar una figura que se materializaba poco a poco a mi lado. -Buenas noches- me dijo educadamente aquel
señor incorpóreo que me recordaba a una película de los años 40, vestido con
gabardina y sombrero hongo, quien me sonreía a la vez que limpiaba con
parsimonia unas lentes redondas, mientras les soplaba un vaho que se
cristalizaba en pedacitos de hielo sobre el cristal.
Tan pasmado estaba que no sabía si abrir la boca, salir
corriendo o sentarme del susto. - Buenas noches caballerete, parece que los
buenos modales se han perdido en este pueblo.-
Repitió mientras me miraba sonriente.
-Buenas noches-, acerté a responder mientras todo yo temblaba. - Me
presentaré, -soy su tatarabuelo, y tengo una misión para usted- he sabido de su afición a la literatura y me
he decidido a hacerle un encargo: quiero
que escriba una serie de historias de este pueblo para que perduren en la
memoria de las gentes. Son historias
verídicas o tal vez no tanto, dijo mientras me guiñaba el ojo, ...pero lo que
le puedo asegurar es que no perderá el tiempo con ellas.
-La primera historia- prosiguió- ocurrió a finales del siglo
XIX, en agosto de 1899. Entonces la casa del cura era un huerto, encima de un
cementerio, viviendo el cura donde ahora está el mesón de la calle Ancha.
Proseguiré con la historia-me dijo.-Es la siguiente:
“El cura despidió a las beatas
con las que había cenado esa noche y se fue a su dormitorio. Era un dormitorio
antiguo, con vigas de roble y paredes de yeso. Había en la habitación una cama,
un escritorio con una silla, un armario donde se guardaban las mantas para el
invierno y una estantería con libros de teología, de enseñanza y alguna que
otra novela.
Mientras el párroco escribía una carta al obispado pidiendo
ayuda para construir un albergue para los pobres y un pequeño aumento de
sueldo, se apareció un ser incorpóreo con bigote, quevedos y una capa
antigua. El párroco se metió bajo el
escritorio, con el miedo que puede tener cualquiera que viese un fantasma.
-Tú nos plantaste- dijo el fantasma con voz
tétrica.-Acompáñame.
El sacerdote cogió una de esas linternas antiguas, se puso
las alpargatas y lo acompañó, yendo al huerto de detrás de la iglesia.
-Por tu culpa tenemos lechugas y zanahorias pegadas- dijo el
fantasma.
-¿Qué puedo hacer yo?- preguntó el cura. -El huerto lo ha
sembrado el sacristán.
- No sabemos- respondieron los fantasmas.- Pero la culpa es
tuya.
El sacristán que vivía al lado del huerto, oyendo ruido, se
acercó a prestar ayuda, pero los fantasmas les persiguieron por la plaza. Les
ofrecí ayuda, y nos vimos los tres corriendo por la calle hierro y la calle de
la iglesia. Por el ruido que hacían los fantasmas, unido a nuestros gritos de
auxilio, se despertó medio pueblo, incluidos el alcalde y el alguacil.
-Alguacil, vaya a la casa cuartel y pida refuerzos- dijo el
alcalde.- Que alguien me explique que narices ocurre aquí.
-Son fantasmas, que me amenazan porque planté un huerto
encima de sus tumbas- dijo el párroco.
Aproveché para ir a casa y coger mi antiguo revólver de
reglamento, pensando que podía ser útil, a la par que llegaban los civiles.
Mientras tanto, el pregonero se había despertado y estaba en la plaza con el
uniforme y la trompetilla.
-Se hace saber a los vecinos que vuelvan a sus casas,
exceptuando al señor cura y al juez de paz.
-Vade retro, atrás.- Decía el párroco blandiendo una pesada
cruz, que hacía retroceder a los fantasmas, a la par que el alcalde se alejaba,
temeroso de que uno de los golpes le atinase a él por error. Yo estaba en el
otro extremo de la plaza, con un bastón y una pistola.
El capitán de la guardia civil había llegado, ordenando a
sus hombres disparar contra los fantasmas. Las balas de los máuser atravesaban
los fantasmas, dando a las piedras de la plaza. Por eso, el capitán ordenó
cargar a bayoneta. Los civiles hicieron retroceder a los fantasmas a golpes de
culata y de bayoneta, mientras el pregonero emulaba al corneta del quinto de
caballería.
De pronto, algunos de los guardias estaban atacando y
golpeando los brotes, que caían separados de los fantasmas.
-Muchas gracias, señores civiles- dijeron los fantasmas
educadamente, volviendo al cementerio.
No sé si la historia fue contada antes. Sin embargo, sé que
el viejo huerto no se volvió a plantar, y que, a partir de entonces, algunos se
aprovecharon de la experiencia y se disfrazaban de fantasmas cuando iban de
busconas, haciendo que los vecinos atrancaran puertas y ventanas y evitando así
ser descubiertos”.
Esta es la primera historia. Pronto podré revelar alguna más
de aquellos viejos tiempos cuando los fantasmas eran temidos por todos.
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